PREÁMBULO

 

Érase una vez, la ilusión voló rauda y vivaz, sobrevoló la tierra, cruzó el infinito, creyó que era todo. Extendió sus magníficas alas de papel e intrépida surcó la levedad del ser, fue su primera vez, quedó atrapada, sus alas perdieron el color y amenazaban truncarse. Su vuelo intrépido se convirtió en inquietante, y se sintió desaparecer. Sí, érase una vez, la ilusión fue. Ahora no es necesario crearla, basta con descubrirla.

Si tú quieres es tuya. Vuela.

 

  Capítulo I

 LA NOTICIA

 
 

 Madrid, 29 de abril, 7:30h.

"¡Cha, Cha, Cha! ¡Vaya Fiesta! ¡Cha, Cha, Cha! ¡Qué grande eres!" Tarareaba  Zoide mirándose en el espejo del ascensor entre paso y paso de baile. Aún llevaba puesto el ritmo de la fiesta. Volvía a casa solo, pero contento, se sentía alegre y vivaz: amarillo chillón. Su cuerpo, casi transparente, se extendía o reducía, a veces a voluntad, otras no, acorde al sentimiento y situación que vivía. Su vida, pura luz, palpitaba día y noche. Programaba su destino, siempre entusiasmado por atractivos y emocionantes planes, de forma que creía  alcanzado el elixir de la felicidad.

Pero bastaron tres segundos para que le cambiara la vida. El tiempo en escuchar: "Zoida ha muerto". Se negó a creer aquella noticia. De forma automática golpeó el botón del teléfono una y otra vez. Se desplomó. Ya no atendía a la voz del contestador, sólo percibía un  sentimiento de vacío que rompía en pedazos su existencia.

De pronto, se levantó rápido, con urgencia.  Una idea le acudió como un destello, su vacío se llenó de esperanza: tal vez había oído mal el mensaje y éste decía "ha vuelto". Era lógico. Hacía año y medio que no la veía, recorría Europa y Estados Unidos con la ilusión de alcanzar su sueño: ser actriz. En pie, concentrado, poniendo en estado de alerta todos sus sentidos para escuchar como si fuera la primera vez, apretó aquel botón. "Zoida ha muerto". No había duda. La voz del contestador lo había dicho y repetido desde el principio. Su realidad se convirtió en un vacío infinito que no conocía. Inundado por una tremenda oscuridad, quedó reducido a un nudo apelmazado por la angustia en un rincón de la habitación. Allí permaneció inmóvil, perdido entre el ser y la nada.

 

París, 29 de abril, 7:31h

El teléfono móvil me avisó que entraba un mensaje. Insistía: ¡María cógeme! ¡María cógeme! ¡María cógeme! Olvidé matarlo al acostarme y en la madrugada él mató mi sueño. Me deslicé de la cama, puse los pies en el suelo, descalza me acerqué a acallar aquel sonido suplicante. Recordé el paseo de la noche anterior con Gabriel por el barrio de Montmartre colmado de pintores; la cena en el bistrot, el gélido pero agradable viento en el rostro al recorrer la colina hasta el Boulevard de Clichy frente al Moulin Rouge. Pensé que sería un mensaje de Gabriel, pero era anónimo. "Zoida ha muerto" apareció en la pantalla. Las imágenes de París se desvanecieron. Todo quedó vacío y oscuro.

 

Praga, 29 de abril, 7: 32h.

Julia apenas había dormido cuatro horas. El agua de la ducha resbalaba por su cuerpo, despertaba cada uno de sus miembros, parecía que ella  les daba en silencio los buenos días. Una vez se percibió entera, cerró el grifo, se envolvió con una toalla, conectó el teléfono móvil con la mano izquierda, mientras que la derecha sacaba apresurada una camiseta y un pantalón del armario, se cepilló el pelo, su móvil avisó de la entrada de un mensaje, una mirada al reloj: 7:32h, -el hotel ya servía el desayuno al grupo con el que viajaba-, se calzó, salió como un cohete hacia la cafetería, entró en el ascensor; en la pantalla del móvil leyó: "Zoida ha muerto". Le pareció que el ascensor se encogía convirtiéndose en un espacio cada vez más limitado, comprimida por la ansiedad y el miedo no podía respirar; se asfixiaba con aquella oscuridad.

 

Palma de Mallorca, 29 de abril, 7:33h.

 Esa misma mañana, la Sra. Catalina se despertó muy temprano. Desde la terraza de su casa, mientras desayunaba una tostada con mermelada de mandarina hecha por ella misma, vio como salía el sol por la línea azul que habita entre mar y cielo. Poseía un momento único, efímero. Disfrutaba del color de aquella bola de fuego que esculpía un camino de luz sobre el mar, y del silencio. Sonó el teléfono. Era un mensaje anónimo de las 7:33h: "Zoida ha muerto".

Cuando la Sra. Catalina leyó el mensaje, la piel blanca y delicada que envolvía los finos y delgados huesos de sus recién estrenados 90 años, se quedó fría. Permaneció inmóvil, sentada en la terraza con el teléfono en la mano, hasta recordar el cuaderno que le regaló a Zoida. Lo compró en Inglaterra cuando trabajaba de institutriz, allá por los años cuarenta; tenía las tapas forradas de seda azul, de cada una salía una cinta del mismo color azul que se ataban con un lazo, guardando en su interior un tesoro: sus palabras. De forma automática se levantó sin apenas esfuerzo, se dirigió presurosa a la habitación en la que dormía Zoida cuando iba a visitarla, tropezó, quedó descalza de un pie, prosiguió su camino deprisa apoyándose en  muebles y paredes hasta llegar a la cómoda. Abrió el segundo cajón y allí estaba el cuaderno de seda azul. Lo cogió, lo estrechó contra su corazón, apretó  tanto que los huesos de sus manos dejaron marca en la piel blanca de su escote. Perdió la noción del tiempo, por un momento creyó haber estado en otro lugar, en un mundo de un vacío infinito. Despegó el cuaderno de su pecho, con suavidad tiró de la cinta, el lazo se deshizo, lo abrió. Olía a Zoida. Por un instante brotó la vida. No la pudo atrapar, de forma fugaz se convirtió en recuerdo. Cada hoja del cuaderno contenía un pensamiento. Un sentimiento. Una cita. Un poema. Leyó la primera página. Permaneció unos instantes con el cuaderno abierto, ensimismada,  entregada a sus pensamientos, hasta que su pie descalzo empezó a percibir el frío de la baldosa. Sólo entonces reaccionó. Inició el camino de vuelta despacio, se calzó la zapatilla que había abandonado en el pasillo y se dirigió de nuevo a la terraza. La tostada estaba fría y la mermelada había perdido el brillo. La Sra. Catalina se acercó a la barandilla,  contempló el mar, el ir y venir de las olas. No tenía noticias de Zoide.

 

Madrid, 29 de abril, 14:30h

Gabriel y yo llegamos a Madrid desde París. Faltaban veinticinco minutos para que llegara Julia de Praga. 

Edgar  acudió al aeropuerto en nuestra busca. Él también recibió esa mañana el fatídico mensaje a las 7:35h. Se sentía perplejo y confuso "¿Muerta? ¿Qué significaba su muerte? Si Zoida y Zoide nacieron un día de la imaginación, la ilusión y el entusiasmo ¿otro día podían morir?". "¿Acaso se puede exterminar la ilusión? ¿Era eso posible? Y suponiendo que fuese posible ¿quién la extermina? ¿O se extermina ella misma?" Le fue difícil contestarse con certeza absoluta, nos comentó sus dudas. Con las interrogaciones de Edgar nos surgieron otras: ¿La ilusión existe en la realidad o sólo en los sueños? ¿Es una idea que está por venir, o es un sentimiento presente en la persona que la tiene? ¿De qué depende tener ilusión?

Cuando Julia entró en el ascensor del aeropuerto observamos cómo la angustia se apoderaba de ella. Le costaba respirar. Se desabrochó la chaqueta, dio la impresión de que se partía en dos para que entrase el aire en sus pulmones. Cuando el ascensor abrió sus puertas, Julia salió disparada.

No teníamos noticias de Zoide. Sonó un teléfono móvil. El mío. Era la Sra. Catalina. Cuando escuchó mi voz se le hizo un nudo en la garganta, apenas podía decir nada, sólo articuló algunas palabras que se quebraban en dos o tres fragmentos. Intuí que ella también había recibido la noticia.

 

Madrid, 29 de abril, 17h

Después de la conversación con la Sra. Catalina todos nos miramos. Había un montón de preguntas ¿Dónde estaba Zoide? ¿Por qué no sabíamos nada de él? ¿Qué reacción tendría ante la noticia? ¿Quién mandó el mensaje? ¿Por qué anónimo? ¿Lo mandó a todo el grupo? Sacamos los teléfonos. Comprobamos: Mi mensaje es a las 7:31h, a las 7:32h  el de Julia, la Sra. Catalina  dijo que recibió su mensaje a las 7:33h, a las 7:34h el de Gabriel, a las 7.35h el de Edgar.

 -¿Y  Zoide? -preguntó Julia.

 -Tal vez, digo sólo tal vez- dijo Gabriel- si Zoida ha muerto, tal vez Zoide...  por eso ni llama, ni contesta.

 -¡A casa! -dijo Edgar-. Buscaremos hasta el último rincón, encontraremos a Zoide.

 Durante el camino guardamos silencio. Supongo que el miedo a lo que  podíamos encontrar en casa, o peor, a lo que no pudiésemos encontrar por haberlo perdido para siempre, era lo que nos dejaba mudos.

 Mi reloj marcaba las 18:30h cuando metí la llave en la cerradura de la puerta. Ojala Zoide esté durmiendo como una marmota, -pensé-. No estaba en el cojín con forma de corazón: su  cama; ni pegado al teléfono, dónde más le gusta, para no perder ninguna oportunidad. Buscamos por todas partes: en la despensa junto al chocolate, en mis zapatillas nuevas -le encanta dormir en ellas-, entre los comics de Roco Vargas -son sus favoritos-. Buscamos en la azotea, le gusta -nos dice- recibir  el suave y agradable viento del este y el calor del sol en su piel, aunque yo creo que, de verdad, lo que le gusta es broncearse. Una vez le oí hablando por teléfono: "Muñeca, ¿te gusta la miel? ¡Fantástico porque es el color de mi piel!". Sí, así es Zoide. Piensa, siente, actúa, inventa, construye, adereza, da, recibe, todo lo vive envuelto, inmerso en la ilusión. Salpica y esparce ilusión allá por donde pasa. Buscamos por toda la casa, no encontramos a Zoide. Yo notaba en la boca de mi estómago el peso de una piedra del tamaño de una sandía, era el ansia, me pedía un cigarrillo. Mi pensamiento proyectaba la imagen de mí misma aspirando la primera calada. Casi seis meses que lo había dejado, sólo faltaban tres días. No fue fácil. Hice varios intentos. Finalmente me comprometí con Julia, Gabriel, Edgar, la Sra. Catalina, Zoide y Zoida, a dejar de fumar. Seis meses sin practicar el rito. Aunque ni un solo día se me olvidó que tenía un paquete de tabaco escondido en la cocina, en el altillo que hay sobre el frigorífico, donde guardamos los electrodomésticos que no usamos nunca, justo detrás de la licuadora, por si surgía una emergencia. Y no había duda, no saber el paradero de Zoide y Zoida nos colocaba en una situación de emergencia. Si la ilusión iba a extinguirse, ¿qué más daba si yo fumaba o no un cigarrillo? Pero, ya lo había conseguido, ¿volver atrás valía la pena? Una idea ocupó mi mente: sólo fumaría uno o dos cigarrillos, expulsaría junto con el humo aquella piedra de tamaño sandía que tenía en la boca de mi estómago y ¡fuera!. Ninguno más. Si lo había dejado seis meses, ese mismo día o al día siguiente lo podía dejar de nuevo. Seis meses más. Un año. ¡Claro que sí! Me dirigí sin la menor duda ni vacilación hacia la cocina, cogí la escalera, abrí la puerta del altillo, estiré el brazo hasta el último estante, el que linda con el techo, metí la mano detrás de la licuadora y…

 -¡No busquéis más! ¡No busquéis más! -dijo Edgar-. ¡Ya lo tengo!

 Me quedé de piedra. Mis yemas de los dedos ya habían tocado la cajetilla, en ese momento hacía una pinza con el índice y el corazón para pescarla.

 -Estamos buscando a Zoide como si fuera una cosa, pero es más que una cosa. Es... un ¿ente?...  ¿un ser?... ¿un avatar?

 -Es cierto -dijo Gabriel-. Si Zoide es la ilusión, habrá que buscarlo de otra forma.

 Yo permanecía inmóvil con la cajetilla ajustada a la pinza formada por mi dedo índice y corazón. Cautiva aún por la atracción y el impulso irresistible de fumar, aunque escuchaba sus voces y razonamientos, mantenía una única idea: fumar, impidiendo ésta mi participación en las averiguaciones.

 -Zoide es ilusión, por tanto es alegría, esperanza, deseo -dijo Gabriel, el filósofo del grupo-. Diríamos entonces que la ilusión es un deseo con argumento, con fundamento, eficaz para el espíritu.

 -¡Dentro de nosotros mismos! -exclamé-. No fuera, sino dentro.

 Por fin tuve voluntad sobre mis dedos. Solté la cajetilla. Cerré el altillo y acudí al lado de mis compañeros.

 -¡Eres genial Edgar! -dije-. Creo que has dado en la diana. Estoy contigo, no es una cosa, tenemos que buscarlo dentro de nosotros mismos.

 Edgar no mantuvo mi mirada, la desvió hacia el suelo. Me gustó su gesto. Me pareció que se ruborizaba. Un instante después alzó los párpados, miró a Gabriel, a Julia, a mí no.

 Teníamos que pensar en algo por lo que tuviésemos ilusión. Pero en ese momento era harto difícil. La única idea que inundaba todos nuestros pensamientos era la oscuridad. 

 -Sé que la ilusión persiste -afirmó Edgar-. Si habéis tenido ilusión por algo, al recordarlo, lo reviviréis con la ilusión que produjo. Pensad.

 Todos nos esforzamos. Transcurrieron unos minutos.

 -¿Qué habéis pensado? -interrumpió una voz.

 Ni Edgar, ni Gabriel, ni Julia hicieron esa pregunta. Ninguno de ellos movió los labios.

 -¿Habéis pensado algo de un libro? ¿Yo salgo en el libro? -preguntó la voz-. Me gustaría cooperar en ese libro pero no puedo moverme. No sé dónde estoy.

 Parecía la voz de Zoide.

 -Se acabaron los tiempos en que el sofá era una naturaleza muerta, éste tiene vida- dijo Gabriel levantándose del sofá.

 Noté la vibración, Edgar también debió percibirla porque de un brinco se tumbó sobre la alfombra y metió la nariz bajo el sofá. “No se ve nada” Afirmó. Estiró su brazo al máximo. "Ya te tengo" dijo. Su puño, cerrado con delicadeza, se abrió y allí estaba Zoide. Minúsculo. Hecho un nudo. Sus ojeras formaban hendiduras profundas, oscuras. Apenas podía mantenerse erguido. Tras el primer momento de alegría al vernos hizo una pausa y estalló en llanto. Poco a poco, a medida que fue tranquilizándose nos contó el mensaje que había recibido, apretó de nuevo el botón del contestador: "Zoida ha muerto". Era una voz de mujer.

 Decidimos partir esa misma noche a Palma de Mallorca para encontrarnos con  la Sra. Catalina. Juntos discurriríamos algo más sobre la noticia de la muerte de Zoida y la voz de aquella mujer. Averiguar de quién era aquella voz nos ayudaría a acercarnos a la verdad de lo sucedido. ¿Por qué esa mujer sabía la muerte de Zoida? ¿La había visto morir? ¿La habría matado ella?