ATRAPADA
Lecina Fernández
Relato finalista con mención especial. III Concurso Relato Eurostars Hotels. 2013
Las ruedas de la maleta se deslizaban sobre la alfombra del pasillo. Ese susurro, unido al silencio de sus pasos, marcados por los recién estrenados zapatos de piel de serpiente, tacón de aguja y exquisitas medias trasparentes que ascendían hasta la mitad de sus muslos, despertó la atención de Elisabeth. Salió de su actitud ensimismada, con su mirada observó la pared forrada de seda, los apliques de bronce, las lámparas de cristal: su marido había elegido un excelente hotel. Quería demostrarle que la quería, que comprendía su necesidad de descanso, no valorado en los últimos meses, y se arrepentía. No era ésta la primera vez que sucedía en la historia de su matrimonio. Periódicamente ocurría que por el trabajo de Robert, abnegada, dejaba aparcada su vida profesional y entraba en una mortal rutina que poco a poco la apagaba y la consumía hasta el punto de olvidar quién y cómo era. Pero esta vez no tiró la toalla, no se hundió ni ahogó en esa indefensión aprendida en el pasado y le propuso, mostrándose seria y tajante, la separación. Después de un silencio de tres días él le regaló un billete a su ciudad favorita con una estancia de cinco días en ese hotel.
Sumergida en la ovalada bañera, bajo la espuma, soñaba con una agenda de paseos por las calles de la ciudad, visitas a museos, teatro, tabernas, mercados, buscando ideas e inspiración para reanudar sus sueños profesionales. El vacío que llenaba el aire de la habitación del baño, con el tiempo y sus pensamientos, se llenó de vaho, y a través de éste, vio el gran espejo que forraba la pared de enfrente. Había surgido un dibujo en él: era un cuadrado que encerraba una, dos, tres… diez líneas horizontales y una línea vertical central. Pensó que sería del anterior huésped, tal vez aburrido deslizaba su dedo por el espejo, o más interesante, dejaba un mensaje a su cómplice, como tiempo atrás Robert y ella hacían. Pero no era oportuno pensar en aquellos buenos momentos, distorsionaría y distanciaría su decisión de separación. Salió del agua. Al inclinar la cabeza para recoger sus cabellos con la toalla vio la rejilla en uno de los azulejos que embellecían el lateral de la bañera. “No puede ser”. Pensó. Pero sí, era igual al dibujo del espejo, diez varillas horizontales y una central vertical. ¿Era el dibujo un mensaje? La fantasía y la curiosidad la desbordaban, rebuscó en su neceser, encontró la lima de uñas, desenroscó con ella uno a uno los cuatro tornillos que sujetaban la rejilla y al instante quedó libre un hueco. Acercó su rostro, miró en aquella concavidad oscura y vio una llave antigua de latón envejecido. La posibilidad de abrir, aún sin saber todavía qué, rompía la agonía de la monotonía y de su alienada existencia, despertaba en ella algo más que un fuerte cosquilleo, resurgían emociones olvidadas, interrogantes, hipótesis, interrumpidas por el estrepitoso sonido de un timbre: el teléfono de la habitación del hotel. Una voz masculina: “Estación. Consigna A 7. Nos vemos allí”. “¿Quién es usted? ¿Qué estación?”. Preguntó Elisabeth pero antes de terminar de pronunciar aquellas palabras ya se había cortado la comunicación.
Temor, excitación, curiosidad… los sentimientos se solapaban… “¿La conocía ese hombre? ¿La había confundido con otra persona? ¿La estaría observando a través de la ventana? ¿A qué estación se refería?”. Tenía poco tiempo para pensar. Se recogió el cabello de su larga melena, lo escondió bajo una gorra negra de pronunciada visera, cambió sus zapatos de serpiente por unas deportivas y se escabulló dentro una sudadera XXL de publicidad que le habían dado al salir del aeropuerto. Si alguien la había observado por la ventana, vestida así, no la reconocería. La primera estación que acudió a su mente fue la más conocida de la ciudad, pero al instante recordó una más cercana donde esperó a Robert en una ocasión. Decidió ir a ésa por su proximidad. Subió en un Bus que pasó en ese momento por la puerta del hotel en la dirección adecuada, a las cuatro manzanas se apeó, con premura entró en la estación, fue a Consigna, no había nadie, introdujo la llave de viejo latón en la cerradura de la taquilla A7, encajaba perfectamente. La puerta se abrió, en su interior halló un sobre rojo de tamaño cuartilla, lo cogió, lo escondió debajo de la sudadera sin titubear, caminó sigilosa y escurridiza entre la gente hasta alcanzar la calle. Hizo una señal con la mano al taxi amarillo aparcado en la esquina para salir de allí cuanto antes, invadida por la excitación del riesgo y la sensación de libertad. “Acelere. Rápido”. Apresuró a decir Elisabeth. El taxista salió de la parada sin soltar el pie del acelerador dejando a Elisabeth incrustada en el asiento trasero. A medida que se alejaba de la estación, impaciente rescató el sobre rojo escondido en su regazo, sentía bombear cada vena en su pecho, lo abrió: “Diamante Gould ¿Creías que te iba a dejar escapar?”. Sólo un hombre la llamaba así. Alzó los párpados. Bajo la gorra del taxista una mirada acorralaba la libertad de Elisabeth entre los límites del espejo retrovisor: Robert.
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